Autor y amigo: Francesco de Nigris. filósofo, discipulo de Julían Marías.
Francesco me dejó su artículo a leer y yo metí impunemente tijera para despersonalizarlo un poco y ver si cabía en RPS...pero, tal vez como vaticinaba Francesco al final del artículo, se ha preferido pasar de publicarlo...ya veremos....me han dicho, y dicho bien, que es abstracto. Es muy curioso Francesco, produce cierto rechazo la abstracción, por bien que esté escrita y argumentada, se prefiere algo concreto aunque mal redactado.
Así que hago aquí vendetta, también de mi propia autocensura y publico el artículo de Franceso integro...con mi pequeña introducción.
Para el autor, el encumbramiento de la mediocridad está detrás de la crisis de valores en Occidente. Aunque cada individuo lleva sobre sus hombros la responsabilidad de su propio camino, el autor señala como la clase política y los medios de comunicación están lapidando su autoridad y permitiendo niveles de democracia muy por debajo de los alcanzables.
Estaba hace pocos días leyendo con un buen amigo un artículo de Julián Marías titulado “El sacrificio de Morente” y, llegando al final, al ver la fecha en que lo escribió, 1952, resonó en mi mente la voz de don Julián que me decía lo mismo que muchas veces había escrito: que la libertad que uno tiene es la que uno se toma. Como es sabido, él pasó gran parte de su vida soportando la hostilidad del poder público; y, si bien dicha hostilidad había cambiado, asumiendo caracteres y actores distintos, iba conservando el mismo afán de limitar la verdad para limitar la libertad de las masas.
Al hablar de poder público, hoy, en democracia, si nos preguntáramos quién lo ostenta, estoy seguro de que pocos contestarían, sorprendidos: “el público, la gente, ¿quién si no?”. En efecto, por eso hay un gobierno elegido, una democracia representativa y limitadamente participativa (en el sentido de técnicas de participación directa y no del interés participativo que, desde luego, es limitado), que toma sus decisiones públicas para que la gente, el público, cuente con ellas a la hora del voto. Sin embargo, quienes difunden estas decisiones, quienes las hacen “públicas”, son los medios de información, de los que me atrevo a decir que muy poca gente se fía.
Hace poco escuchábamos en las noticias de todas las cadenas a periodistas, compungidos y aparentemente sorprendidos, declarar, con una actitud que parecía —por lo menos a mí— reprochar la ingratitud, que entre las profesiones menos valoradas por el público estaba esa misma, la del periodista. Tengo que admitir que en aquel momento compartí con ese gremio una profunda sorpresa, mas no por su resultado, sino porque, por una vez, lo que intentaba decir una estadística no me parecía demasiada mentira.
La estadística, como en otro lugar he procurado explicar con más detalle, dice muy poco acerca del hombre, más bien intenta decir algo mediante preguntas arbitrarias cuyo sentido último se desconoce. Se pregunta ya desde la sociedad, sin entender el verdadero alcance de lo que se pregunta, y, a la vez, su efectiva percepción social y, finalmente, sobre todo, las razones de las respuestas, que no se pueden catalogar y que son lo más propio de lo humano, ya que la verdad se da en el ámbito de una historia que la justifica, que le da un carácter peculiar que el “si” o el “no” pretenden desdibujar. Pensemos, por ejemplo, si se pregunta a un grupo de personas en toda España si se sienten libres. Cada una, por razones distintas, podría decir que sí y que no, y podría incluso cambiar de idea el día siguiente al cambiar la percepción de su libertad o, aún más grave, de lo qué es la libertad misma. Quien, por cierto, debería tener claro qué es la libertad, por un lado, y su percepción o vigencia social por otro, es el que formula las preguntas para saber qué es lo que está preguntando, lo cual naturalmente implicaría algún conocimiento filosófico o, por lo menos, un poco de pensamiento, que es precisamente de lo que se pretende rehuir con la estadística. En efecto, es esta una técnica que vale para las cosas, y se pretende que valga para las personas porque no conlleva pensar, tarea hoy en día poco popular, y, aún peor, porque sus resultados solemnemente exhibidos en porcentajes permiten todas las interpretaciones posibles y, naturalmente, entre ellas, las que a uno le convienen.
Pero, a fin de cuentas, el uso de la estadística no es sino un signo más del estado indignante en que están los medios de comunicación —o “de confusión”, como decía Julián Marías—; y tanto que, estoy seguro, si mi publicación fuera suficientemente “pública”, me acarrearía alguna carta indignadísima del gremio. Este es otro fenómeno generalizado: la reacción corporativa que funda sus argumentos en el mero hecho de haberse corporado, que parece licenciarle a emitir todo tipo de impersonal “comunicado oficial” repleto de fórmulas sin sentido que apelan a la “respetabilidad”, a la “calidad”, a la “profesionalidad”, a la “libertad” y a no sé cuántas otras “ades” que no dejan que el individuo se haga responsable de lo que hace, y ser realmente un periodista, que es, yo creo, una maravillosa vocación (si se tiene de verdad), pues su misión en democracia es, nada menos, ¡la de ennoblecer el mundo! y no de envilecerlo, como ahora está ocurriendo en prácticamente todas las democracias.
Además, este tipo de reacción pone de manifiesto otro fenómeno generalizado, que se da sobre todo entre políticos y medios de información. Es lo que yo llamaría la apropiación indebida de la palabra, hecho gravísimo que contribuye a su pérdida de autoridad, como ocurre, en particular, a las que apuntan a las zonas más nobles de la vida, que se vacían de su horizonte conceptual auténtico, favoreciendo su uso social frívolo y limitado. Se trata, aunque pocos lo perciban, de una enorme pérdida de libertad, pues los conceptos son los instrumentos mediante los cuales la vida se interpreta a sí misma, tanto la social como la individual que en ella se instala. Creo que las variaciones de vigencia y contenido conceptual en los términos del lenguaje de una sociedad, pueden ser un instrumento excelente (y que, de paso, devolvería al análisis lingüístico un poco de fertilidad, después de la aridez de los varios neopositivismos lógicos) para comprender su estado de salud pública —otro término en mal uso—, su esplendor o su decadencia. Las amenazas a la libertad individual que proceden del abuso social del lenguaje son múltiples y, tristemente, algunos de ellos están muy bien representados aquí en España. Hay países de Hispanoamérica en que todavía se conserva vigente el prestigio social del lenguaje. El individuo mal hablado, que muestra pobreza y tosquedad expresiva en público, presenta ya sus credenciales; y la sociedad, como con todas las vigencias, ejerce su tremenda presión para que el malhablado no se sienta cómodo. Me parece una vigencia admirable que, por cierto, aquí en España (y en grandes porciones de Europa) se ha perdido en favor del sobreuso de términos que simplifican el lenguaje en el peor de los sentidos, términos logófagos —literalmente: que ingieren el intelecto, ¡que comen el coco!—, pues valen para múltiples situaciones, eliminando las diferencia básicas o los valiosísimos matices que la labor incansable de la historia humana ha sabido recortar en su figura.
Ha llegado a ser normal escuchar personas de todas las edades decir palabrotas en público, sin que eso produzca ninguna reacción social e, incluso, sobre todo entre los más jóvenes, con cierta complacencia. Mas la logofagia no se practica solo con las palabrotas. En ocasiones, y cada vez más, se inventan términos cuyos conceptos, por frívolos, ocultan zonas de la vida y de su historia que merecerían un pensamiento más profundo. Se habla de lo “posmoderno”, de la “globalización”, de lo “políticamente correcto”, de lo “metrosexual” y de otros muchos que, como estos, dan —¡ay!— vergüenza escribir, producen sonrojo a todo intelecto despierto y que, sin embargo, se utilizan con beateria en todos los medios de información de donde sacan su licencia social. Otra práctica, con resultado parejo, consiste en vaciar o confundir el significado a que apuntan términos ya existentes, proyectándolos hacia lo menos auténtico de su horizonte semántico —cuando en él se quedan—. “Cultura”, “nación”, “sacrificio”, “amor”, “democracia” y muchos más, son términos que viven por debajo de sus posibilidades. Por irresponsabilidad intelectual más o menos interesada se pretenden usar sin saber su función auténtica, el patrimonio de vivencias que acotan, invadiendo la esfera de otros conceptos con un resultado de instalación en un estado de error generalizado.
Todo esto, naturalmente, es un fenómeno que produce un enorme empobrecimiento de la vida humana, de su verdad y de su libertad, y al que los llamados medios de información contribuyen y fomentan enormemente. Sin embargo, la reacción más probable a lo que acabo de decir, estoy seguro, recorrería los cauces de otro mecanismo típico de la lógica social de nuestro tiempo. Es frecuente tachar a quien tiene exigencia de excelencia, que no encuentra fácilmente en su entorno, de “exagerado”, pues “se pasa” de lo que se dice, y eso que dice, prescindiendo de su contenido, se considera como imperdonable presunción de superioridad frente a lo que dice “todo el mundo”, lo cual es, naturalmente, “poco democrático”. Este tipo de actitud es automática, es una especie de lo que Ortega llamaba creencias, que en este caso no ha llegado nunca a ser idea, ya que no se ha depositado y ha llegado a ser automáticamente evidente después de una ancestral formulación conceptual, sino es mera actitud que, concretamente, responde a algo muy contrario a la estructura de la vida humana: la cómoda pereza. Veremos esto dentro de unas líneas, pero antes, ya que he tocado un capítulo necesario de lo que yo creo debería ser la lógica actual, quisiera señalar por lo menos otros dos fallos lógicos de nuestro tiempo, que contribuyen a dar un poco más de coherencia, si así se puede llamar, al estado iliberal de las creencias democráticas. Voy a formular rápidamente otros dos de estos mecanismos lógicos, que están muy ligados al que anteriormente he discutido, y sobre los que no voy a pararme demasiado dada su evidencia y dado que, en otro lugar, será menester dedicar a este tema un trabajo más unitario.
Pertenece el mecanismo lógico que acabo de explicar, muy utilizado hoy en día en todos los medios, a un género que consiste en exagerar, distorsionar o encauzar hacia donde a uno mejor le conviene, la argumentación del otro para no tener que darle la razón en algo, para poderle encontrar un error, para argumentar algo que en principio no tiene que ver pero que se pretende ofrecer como verdad distinta y superior. A este mecanismo van ligados otros que se practican consciente e inconscientemente en distintos grados. En primer lugar, desconfiar de la excelencia del prójimo por los límites propios, que difícilmente uno se perdona y, por otro lado, aceptar o por lo menos tolerar algo que el pensamiento nos llamaría a rechazar pero que se justifica porque se juzga inevitable. Este último es, por ejemplo, el caso del aborto, cuyos caracteres para muchos de “inevitable” lo eleva a algo legal, aceptado, desincentivando el pensamiento riguroso que pretende comprender su realidad e impulsar sus soluciones.
Todas estas prácticas son muy democráticas, desde luego, así como son muy democráticos los medios de información que las fomentan. Pues el concepto de democracia hoy en día es tan pobre que se reduce a que nadie obligue a nadie a que haga algo con el uso de la fuerza; idea que lleva fácilmente a las muestras de impunidad hoy tan frecuentes. Democracia es gobierno del pueblo y para el pueblo; en efecto, el pueblo, si quiere, vota, compra o escucha las noticias que le interesan, y todo esto parece ya sumamente democrático. Sin embargo, la democracia, como todo en lo humano, es quehacer, es justificación constante y proyectiva de su estado de instalación, y no cómoda pereza complacida. Las democracias hoy en día son mínimas pues reflejan lo que Julián Marías llamaba justamente las vidas mínimas de las personas. El pueblo vota, recibe información, decide; sin embargo, ¿con qué recursos decide? ¿Se puede decir que el hombre democrático ejerce su libertad intrínseca de decidir con la libertad histórica que debería corresponder a la altura de su tiempo? Una cosa es la libertad intrínseca, analítica de la persona, que en cada momento tiene que proyectar, consciente o inconscientemente, una imagen de quién va a ser en el instante siguiente, de suerte que solo en su última soledad reside esa decisión. Pero, por otro lado, esta libertad necesaria de la persona se tiene que ejercer entre el abanico de posibilidades de su tiempo, que, como hemos visto, pueden ser sumamente reducidas por quien las difunde. La democracia contemporánea es el resultado de una historia de ensayos y de guerras que han tenido que llevar al hombre a interpretarse con una forma de gobierno que representara su intrínseca moralidad, libertad y responsabilidad. Sin embargo, cuando se reduce el ámbito de su libertad concreta, cuando se vive la realidad por debajo de las posibilidades que ofrece su patrimonio histórico, estas dimensiones esenciales de su vida se reducen, hasta el punto, incluso, que la democracia se haga sumamente iliberal, que es lo que ocurre hoy en día a pesar de que se escuche su nombre hasta la saciedad, en una forma demagógica de abuso impune.
Sin duda puede uno decir que los llamados “medios de información” no son los únicos responsables del estado envilecido y embrutecido de la gente. Abriendo un paréntesis, este estado hay quien incluso lo niega, porque yo creo que le conviene; pero esto daría simplemente pie a otro articulo cuyo título debería ser “negar la evidencia”, y que, por cierto, no descarto del todo escribir. Estábamos diciendo que el individuo puede informarse mediante otros medios. Si a esto nos referimos a medios que nos den una visión cotidiana de distintas dimensiones del mundo, me temo que no hay otros que los que conocemos. Radio, televisión, periódicos y sus respectivos sitios en internet, son los medios destinados a esta función, y todos están muy por debajo de sus posibilidades. Caso un poco aparte es internet, cuyas ventajas sería preciso mencionar, ya que es una interesante muestra reciente de cómo el ingenio que pretende superar un problema tiene que desembocar en una solución que consista en un aumento de la libertad. En cuanto a la posibilidad de que obras más responsables intelectualmente como los libros puedan informarnos por lo menos sobre distintas dimensiones de nuestra historia, hay que señalar algunas cosas. Aparte el hecho de que estos, naturalmente, no nos pueden dar una información diaria, la visibilidad de los que son excelentes es prácticamente nula. Las librerías y los demás múltiples lugares donde se venden libros, ofrecen un aspecto caótico, en que dominan los ostentosos colores de los “más vendidos”, o de libros de conocidos periodistas que se lanzan a obras de más alcance pero que reflejan la misma calidad, estilo y veracidad con la que se presentan en los periódicos. Por otro lado, muchos libros que deberían ser imprescindibles resultan descatalogados, o no se ofrecen desde la perspectiva y con el espacio que permitiría comprender su valor.
La democracia se vive hoy como un estado de ventajas en las que hay una cómoda complacencia, y no como un proyecto, una manera de mostrar y desplegar en todas sus posibilidades el nivel de verdad de la figura humana que sus instituciones representan, y que brotan de la tarea universal que llama a cada individuo a comprenderse o amarse en la convivencia. El estado actual de la democracia representa el estado de cosificación de la condición personal de nuestro tiempo.
Este mismo gran amigo del que les hablaba al comienzo de este artículo, y que siempre resulta el primer lector de lo que escribo, es testigo de que el título de este tenía que ser “Ingrata labor”. En efecto, es sin duda una tarea tremenda la de tener que ver que todo lo que acabo de decir —dicho con un término— duele. Sin embargo, para que este escrito duela menos, sea más grato, y sobre todo sea más humano y que, por consiguiente, sirva, hay que atreverse a ofrecer soluciones.
La clave, yo creo, está en que los lectores, y el periodista, en la medida en que puede ser lector de sí mismo y de sus colegas, se hagan esta pregunta: ¿lo que leo o escucho me interesa de verdad?, es decir, ¿en qué medida esto me ayuda a comprender mi vida, a ennoblecerla, a tener más ilusión con mi realidad, más amor propio? La respuesta, ya lo sé, puede ser desoladora, pero hay que hacérsela por mucho que duela. Toda realidad es, en efecto, llamada a múltiples posibilidades de ser yo con ella. Un cuchillo a ser quien corta, o a ser un asesino, o a decidirme a ser quien compra uno que corte mejor... Y la información tampoco se escapa a eso, es llamada, y su deber es doble: tiene que llamar a comprender la vida extensamente y por lo menos con cierta profundidad; es decir, un artículo periodístico, por ejemplo, tiene que llamar al lector a ser más persona. Los periódicos y los demás medios se limitan a ofrecer noticias que responden a zonas marginales de la vida, a relaciones políticas, del hombre con el estado, de economía o de política internacional y, sobre todo de la llamada “crónica negra”, que se ha apoderado de las primeras páginas de las noticias y que, en la vida de cada cual, habría que preguntarse qué espacio realmente ocupa. La vida concreta vive, en las noticias, una vida artificial, enajenante, iliberal y, en cuanto a la información política, me atrevería a decir, siguiendo una idea de Julián Marías, sometida a una sutil forma de totalitarismo, pues se pretende desde los medios de información que todo tenga relevancia política y nada más.
Los periódicos no deben, no pueden, permitirse tener en sus hojas crónicas políticas polémicas, avinagradas, escritas con pésimo estilo literario y poca elegancia, que responden a intereses de grupo y no al bien de la persona. El periodista debería abrirse a observar todas las dimensiones de la vida, y desde un nivel intelectual digno, buscando lo que es a su vez digno de información según el criterio que acabo de esbozar. Este sería el modo en que se debería realmente entender en la democracia el respeto a la vida, concepto, este también, que no suele utilizarse con todas sus consecuencias. Hay, además, que buscar la información; y no con viajes peligrosísimos, normalmente innecesarios, que llevan a acciones exaltadas, incluso a guerras, donde es previsible que ocurra lo peor —hasta que luego ocurre y, entonces, se buscan culpables...—, sino mediante la riqueza y el conocimiento de la vida misma, que tiene que saber aportar un conocimiento cuya verdad interese la vida a fondo, y procure así ofrecer la libertad para que esta se ennoblezca. Esto debería plantear a quien aprecia de verdad la democracia, el verdadero valor del periodista, que en vez de proyectar con una especie de “fuego amigo” cantidad de informaciones al lector, debería preocuparse por ellas, descubrir su importancia en la propia vida y, quizá, luego, prescindiría de bastantes de ellas.
Pero, todo esto, naturalmente, remite en el fondo al problema mismo de la persona, que solo cuando aspira a serlo más en todas sus dimensiones puede ser instrumento de verdad, y contagiarla.
Finalmente, hay que concluir con un último aspecto que descubre por qué el funcionamiento iliberal de la democracia ha llegado a tener carácter de instalación, de estado, que parece permanente, infranqueable. Julián Marías hablaba de “rencor contra la excelencia”; fenómeno que, yo creo, se entiende por la dificultad que tiene el hombre de perdonarse su estado de error y, aún más, el que se ha prolongado durante mucho tiempo y que duele enormemente reconocer y redimir. Si esto ya es difícil, y todavía más en una sociedad que vive cada vez con menos profundidad la vivencia cristiana, llega a serlo todavía más cuando hay grupos organizados que se dedican a que la mediocridad no sea un problema. Hay, en efecto, grupos que adulan la mediocridad hasta incluso promocionar su complacencia. Saber ver quiénes son estas figuras públicas y defenderse frente a sus adulaciones es otra tarea que permitiría al hombre democrático reencontrarse con su libertad. Para que se entienda mejor aquello a lo que me refiero, voy a repetir unas líneas de la introducción a mi libro Libertad y Método (2005, Fundación Universitaria Española), en que veía que incluso para el camino del filósofo los aduladores de la mediocridad son un peligro constante: a la tentación sofista “le puede suceder una todavía más grave, algo que no tiene un nombre preciso pero que se ha dado y se está dando hoy en día con sorprendente intensidad. Podríamos llamarlo el prestigio de la mediocridad, y a sus adeptos, los aduladores. La actitud sofista de rechazo, de desconfianza o simplemente de interesado desinterés hacia la verdad, puede complementarse peligrosamente con una actitud corruptora, intensificadora de las tentaciones. El filósofo verá, entonces, desconcertado, el abrumador poder de quien en lugar de enseñar el difícil y penoso camino de la verdad, declarará la virtud de los vicios, convencerá de la verdad de los errores, adulará la mediocridad de las masas proclamándola como una virtud y, finalmente, se encumbrará como su libertadora. El adulador negará que la humanidad pretenda llegar a una verdad, no reconocerá el esfuerzo de cada individuo para alcanzarla, le despojará de su sentido dramático, de su carácter sagrado. Admitirá que hay muchas verdades, pero negará toda jerarquía entre ellas; dirá que tiene el mismo valor lo que se ve desde cada una, excepto, naturalmente, desde esa, precisamente, desde la que él habla. Las personas, entonces, se sentirán ¨liberadas¨ del peso de la verdad, de la responsabilidad que implica vivir para ella y no soportarán a quien le recuerda el camino extraviado; cada una sentirá el derecho de reivindicar lo que quiera, cuyo valor será el ruido mismo de su reivindicación. Esta última, probablemente, es la mayor tentación de nuestra época. Porque, a mi entender, lo que se ha ido gestando desde mediados del siglo pasado es un verdadero cambio de época en el que se ha producido la quiebra de ciertas creencias fundamentales de Occidente. Pero éste no es el tema del aquí trataremos”. He intentado, en cambio, tratarlo mucho más en este artículo y, siguiendo el lema de Julián Marías —“por mí que no quede”—, he pensado hacer un resumen y mandarlo a los periódicos. El lector, entonces, podría hacerse esta pregunta reveladora para comprobar el estado de su libertad: ¿les interesará publicarlo?
Francesco me dejó su artículo a leer y yo metí impunemente tijera para despersonalizarlo un poco y ver si cabía en RPS...pero, tal vez como vaticinaba Francesco al final del artículo, se ha preferido pasar de publicarlo...ya veremos....me han dicho, y dicho bien, que es abstracto. Es muy curioso Francesco, produce cierto rechazo la abstracción, por bien que esté escrita y argumentada, se prefiere algo concreto aunque mal redactado.
Así que hago aquí vendetta, también de mi propia autocensura y publico el artículo de Franceso integro...con mi pequeña introducción.
Para el autor, el encumbramiento de la mediocridad está detrás de la crisis de valores en Occidente. Aunque cada individuo lleva sobre sus hombros la responsabilidad de su propio camino, el autor señala como la clase política y los medios de comunicación están lapidando su autoridad y permitiendo niveles de democracia muy por debajo de los alcanzables.
Estaba hace pocos días leyendo con un buen amigo un artículo de Julián Marías titulado “El sacrificio de Morente” y, llegando al final, al ver la fecha en que lo escribió, 1952, resonó en mi mente la voz de don Julián que me decía lo mismo que muchas veces había escrito: que la libertad que uno tiene es la que uno se toma. Como es sabido, él pasó gran parte de su vida soportando la hostilidad del poder público; y, si bien dicha hostilidad había cambiado, asumiendo caracteres y actores distintos, iba conservando el mismo afán de limitar la verdad para limitar la libertad de las masas.
Al hablar de poder público, hoy, en democracia, si nos preguntáramos quién lo ostenta, estoy seguro de que pocos contestarían, sorprendidos: “el público, la gente, ¿quién si no?”. En efecto, por eso hay un gobierno elegido, una democracia representativa y limitadamente participativa (en el sentido de técnicas de participación directa y no del interés participativo que, desde luego, es limitado), que toma sus decisiones públicas para que la gente, el público, cuente con ellas a la hora del voto. Sin embargo, quienes difunden estas decisiones, quienes las hacen “públicas”, son los medios de información, de los que me atrevo a decir que muy poca gente se fía.
Hace poco escuchábamos en las noticias de todas las cadenas a periodistas, compungidos y aparentemente sorprendidos, declarar, con una actitud que parecía —por lo menos a mí— reprochar la ingratitud, que entre las profesiones menos valoradas por el público estaba esa misma, la del periodista. Tengo que admitir que en aquel momento compartí con ese gremio una profunda sorpresa, mas no por su resultado, sino porque, por una vez, lo que intentaba decir una estadística no me parecía demasiada mentira.
La estadística, como en otro lugar he procurado explicar con más detalle, dice muy poco acerca del hombre, más bien intenta decir algo mediante preguntas arbitrarias cuyo sentido último se desconoce. Se pregunta ya desde la sociedad, sin entender el verdadero alcance de lo que se pregunta, y, a la vez, su efectiva percepción social y, finalmente, sobre todo, las razones de las respuestas, que no se pueden catalogar y que son lo más propio de lo humano, ya que la verdad se da en el ámbito de una historia que la justifica, que le da un carácter peculiar que el “si” o el “no” pretenden desdibujar. Pensemos, por ejemplo, si se pregunta a un grupo de personas en toda España si se sienten libres. Cada una, por razones distintas, podría decir que sí y que no, y podría incluso cambiar de idea el día siguiente al cambiar la percepción de su libertad o, aún más grave, de lo qué es la libertad misma. Quien, por cierto, debería tener claro qué es la libertad, por un lado, y su percepción o vigencia social por otro, es el que formula las preguntas para saber qué es lo que está preguntando, lo cual naturalmente implicaría algún conocimiento filosófico o, por lo menos, un poco de pensamiento, que es precisamente de lo que se pretende rehuir con la estadística. En efecto, es esta una técnica que vale para las cosas, y se pretende que valga para las personas porque no conlleva pensar, tarea hoy en día poco popular, y, aún peor, porque sus resultados solemnemente exhibidos en porcentajes permiten todas las interpretaciones posibles y, naturalmente, entre ellas, las que a uno le convienen.
Pero, a fin de cuentas, el uso de la estadística no es sino un signo más del estado indignante en que están los medios de comunicación —o “de confusión”, como decía Julián Marías—; y tanto que, estoy seguro, si mi publicación fuera suficientemente “pública”, me acarrearía alguna carta indignadísima del gremio. Este es otro fenómeno generalizado: la reacción corporativa que funda sus argumentos en el mero hecho de haberse corporado, que parece licenciarle a emitir todo tipo de impersonal “comunicado oficial” repleto de fórmulas sin sentido que apelan a la “respetabilidad”, a la “calidad”, a la “profesionalidad”, a la “libertad” y a no sé cuántas otras “ades” que no dejan que el individuo se haga responsable de lo que hace, y ser realmente un periodista, que es, yo creo, una maravillosa vocación (si se tiene de verdad), pues su misión en democracia es, nada menos, ¡la de ennoblecer el mundo! y no de envilecerlo, como ahora está ocurriendo en prácticamente todas las democracias.
Además, este tipo de reacción pone de manifiesto otro fenómeno generalizado, que se da sobre todo entre políticos y medios de información. Es lo que yo llamaría la apropiación indebida de la palabra, hecho gravísimo que contribuye a su pérdida de autoridad, como ocurre, en particular, a las que apuntan a las zonas más nobles de la vida, que se vacían de su horizonte conceptual auténtico, favoreciendo su uso social frívolo y limitado. Se trata, aunque pocos lo perciban, de una enorme pérdida de libertad, pues los conceptos son los instrumentos mediante los cuales la vida se interpreta a sí misma, tanto la social como la individual que en ella se instala. Creo que las variaciones de vigencia y contenido conceptual en los términos del lenguaje de una sociedad, pueden ser un instrumento excelente (y que, de paso, devolvería al análisis lingüístico un poco de fertilidad, después de la aridez de los varios neopositivismos lógicos) para comprender su estado de salud pública —otro término en mal uso—, su esplendor o su decadencia. Las amenazas a la libertad individual que proceden del abuso social del lenguaje son múltiples y, tristemente, algunos de ellos están muy bien representados aquí en España. Hay países de Hispanoamérica en que todavía se conserva vigente el prestigio social del lenguaje. El individuo mal hablado, que muestra pobreza y tosquedad expresiva en público, presenta ya sus credenciales; y la sociedad, como con todas las vigencias, ejerce su tremenda presión para que el malhablado no se sienta cómodo. Me parece una vigencia admirable que, por cierto, aquí en España (y en grandes porciones de Europa) se ha perdido en favor del sobreuso de términos que simplifican el lenguaje en el peor de los sentidos, términos logófagos —literalmente: que ingieren el intelecto, ¡que comen el coco!—, pues valen para múltiples situaciones, eliminando las diferencia básicas o los valiosísimos matices que la labor incansable de la historia humana ha sabido recortar en su figura.
Ha llegado a ser normal escuchar personas de todas las edades decir palabrotas en público, sin que eso produzca ninguna reacción social e, incluso, sobre todo entre los más jóvenes, con cierta complacencia. Mas la logofagia no se practica solo con las palabrotas. En ocasiones, y cada vez más, se inventan términos cuyos conceptos, por frívolos, ocultan zonas de la vida y de su historia que merecerían un pensamiento más profundo. Se habla de lo “posmoderno”, de la “globalización”, de lo “políticamente correcto”, de lo “metrosexual” y de otros muchos que, como estos, dan —¡ay!— vergüenza escribir, producen sonrojo a todo intelecto despierto y que, sin embargo, se utilizan con beateria en todos los medios de información de donde sacan su licencia social. Otra práctica, con resultado parejo, consiste en vaciar o confundir el significado a que apuntan términos ya existentes, proyectándolos hacia lo menos auténtico de su horizonte semántico —cuando en él se quedan—. “Cultura”, “nación”, “sacrificio”, “amor”, “democracia” y muchos más, son términos que viven por debajo de sus posibilidades. Por irresponsabilidad intelectual más o menos interesada se pretenden usar sin saber su función auténtica, el patrimonio de vivencias que acotan, invadiendo la esfera de otros conceptos con un resultado de instalación en un estado de error generalizado.
Todo esto, naturalmente, es un fenómeno que produce un enorme empobrecimiento de la vida humana, de su verdad y de su libertad, y al que los llamados medios de información contribuyen y fomentan enormemente. Sin embargo, la reacción más probable a lo que acabo de decir, estoy seguro, recorrería los cauces de otro mecanismo típico de la lógica social de nuestro tiempo. Es frecuente tachar a quien tiene exigencia de excelencia, que no encuentra fácilmente en su entorno, de “exagerado”, pues “se pasa” de lo que se dice, y eso que dice, prescindiendo de su contenido, se considera como imperdonable presunción de superioridad frente a lo que dice “todo el mundo”, lo cual es, naturalmente, “poco democrático”. Este tipo de actitud es automática, es una especie de lo que Ortega llamaba creencias, que en este caso no ha llegado nunca a ser idea, ya que no se ha depositado y ha llegado a ser automáticamente evidente después de una ancestral formulación conceptual, sino es mera actitud que, concretamente, responde a algo muy contrario a la estructura de la vida humana: la cómoda pereza. Veremos esto dentro de unas líneas, pero antes, ya que he tocado un capítulo necesario de lo que yo creo debería ser la lógica actual, quisiera señalar por lo menos otros dos fallos lógicos de nuestro tiempo, que contribuyen a dar un poco más de coherencia, si así se puede llamar, al estado iliberal de las creencias democráticas. Voy a formular rápidamente otros dos de estos mecanismos lógicos, que están muy ligados al que anteriormente he discutido, y sobre los que no voy a pararme demasiado dada su evidencia y dado que, en otro lugar, será menester dedicar a este tema un trabajo más unitario.
Pertenece el mecanismo lógico que acabo de explicar, muy utilizado hoy en día en todos los medios, a un género que consiste en exagerar, distorsionar o encauzar hacia donde a uno mejor le conviene, la argumentación del otro para no tener que darle la razón en algo, para poderle encontrar un error, para argumentar algo que en principio no tiene que ver pero que se pretende ofrecer como verdad distinta y superior. A este mecanismo van ligados otros que se practican consciente e inconscientemente en distintos grados. En primer lugar, desconfiar de la excelencia del prójimo por los límites propios, que difícilmente uno se perdona y, por otro lado, aceptar o por lo menos tolerar algo que el pensamiento nos llamaría a rechazar pero que se justifica porque se juzga inevitable. Este último es, por ejemplo, el caso del aborto, cuyos caracteres para muchos de “inevitable” lo eleva a algo legal, aceptado, desincentivando el pensamiento riguroso que pretende comprender su realidad e impulsar sus soluciones.
Todas estas prácticas son muy democráticas, desde luego, así como son muy democráticos los medios de información que las fomentan. Pues el concepto de democracia hoy en día es tan pobre que se reduce a que nadie obligue a nadie a que haga algo con el uso de la fuerza; idea que lleva fácilmente a las muestras de impunidad hoy tan frecuentes. Democracia es gobierno del pueblo y para el pueblo; en efecto, el pueblo, si quiere, vota, compra o escucha las noticias que le interesan, y todo esto parece ya sumamente democrático. Sin embargo, la democracia, como todo en lo humano, es quehacer, es justificación constante y proyectiva de su estado de instalación, y no cómoda pereza complacida. Las democracias hoy en día son mínimas pues reflejan lo que Julián Marías llamaba justamente las vidas mínimas de las personas. El pueblo vota, recibe información, decide; sin embargo, ¿con qué recursos decide? ¿Se puede decir que el hombre democrático ejerce su libertad intrínseca de decidir con la libertad histórica que debería corresponder a la altura de su tiempo? Una cosa es la libertad intrínseca, analítica de la persona, que en cada momento tiene que proyectar, consciente o inconscientemente, una imagen de quién va a ser en el instante siguiente, de suerte que solo en su última soledad reside esa decisión. Pero, por otro lado, esta libertad necesaria de la persona se tiene que ejercer entre el abanico de posibilidades de su tiempo, que, como hemos visto, pueden ser sumamente reducidas por quien las difunde. La democracia contemporánea es el resultado de una historia de ensayos y de guerras que han tenido que llevar al hombre a interpretarse con una forma de gobierno que representara su intrínseca moralidad, libertad y responsabilidad. Sin embargo, cuando se reduce el ámbito de su libertad concreta, cuando se vive la realidad por debajo de las posibilidades que ofrece su patrimonio histórico, estas dimensiones esenciales de su vida se reducen, hasta el punto, incluso, que la democracia se haga sumamente iliberal, que es lo que ocurre hoy en día a pesar de que se escuche su nombre hasta la saciedad, en una forma demagógica de abuso impune.
Sin duda puede uno decir que los llamados “medios de información” no son los únicos responsables del estado envilecido y embrutecido de la gente. Abriendo un paréntesis, este estado hay quien incluso lo niega, porque yo creo que le conviene; pero esto daría simplemente pie a otro articulo cuyo título debería ser “negar la evidencia”, y que, por cierto, no descarto del todo escribir. Estábamos diciendo que el individuo puede informarse mediante otros medios. Si a esto nos referimos a medios que nos den una visión cotidiana de distintas dimensiones del mundo, me temo que no hay otros que los que conocemos. Radio, televisión, periódicos y sus respectivos sitios en internet, son los medios destinados a esta función, y todos están muy por debajo de sus posibilidades. Caso un poco aparte es internet, cuyas ventajas sería preciso mencionar, ya que es una interesante muestra reciente de cómo el ingenio que pretende superar un problema tiene que desembocar en una solución que consista en un aumento de la libertad. En cuanto a la posibilidad de que obras más responsables intelectualmente como los libros puedan informarnos por lo menos sobre distintas dimensiones de nuestra historia, hay que señalar algunas cosas. Aparte el hecho de que estos, naturalmente, no nos pueden dar una información diaria, la visibilidad de los que son excelentes es prácticamente nula. Las librerías y los demás múltiples lugares donde se venden libros, ofrecen un aspecto caótico, en que dominan los ostentosos colores de los “más vendidos”, o de libros de conocidos periodistas que se lanzan a obras de más alcance pero que reflejan la misma calidad, estilo y veracidad con la que se presentan en los periódicos. Por otro lado, muchos libros que deberían ser imprescindibles resultan descatalogados, o no se ofrecen desde la perspectiva y con el espacio que permitiría comprender su valor.
La democracia se vive hoy como un estado de ventajas en las que hay una cómoda complacencia, y no como un proyecto, una manera de mostrar y desplegar en todas sus posibilidades el nivel de verdad de la figura humana que sus instituciones representan, y que brotan de la tarea universal que llama a cada individuo a comprenderse o amarse en la convivencia. El estado actual de la democracia representa el estado de cosificación de la condición personal de nuestro tiempo.
Este mismo gran amigo del que les hablaba al comienzo de este artículo, y que siempre resulta el primer lector de lo que escribo, es testigo de que el título de este tenía que ser “Ingrata labor”. En efecto, es sin duda una tarea tremenda la de tener que ver que todo lo que acabo de decir —dicho con un término— duele. Sin embargo, para que este escrito duela menos, sea más grato, y sobre todo sea más humano y que, por consiguiente, sirva, hay que atreverse a ofrecer soluciones.
La clave, yo creo, está en que los lectores, y el periodista, en la medida en que puede ser lector de sí mismo y de sus colegas, se hagan esta pregunta: ¿lo que leo o escucho me interesa de verdad?, es decir, ¿en qué medida esto me ayuda a comprender mi vida, a ennoblecerla, a tener más ilusión con mi realidad, más amor propio? La respuesta, ya lo sé, puede ser desoladora, pero hay que hacérsela por mucho que duela. Toda realidad es, en efecto, llamada a múltiples posibilidades de ser yo con ella. Un cuchillo a ser quien corta, o a ser un asesino, o a decidirme a ser quien compra uno que corte mejor... Y la información tampoco se escapa a eso, es llamada, y su deber es doble: tiene que llamar a comprender la vida extensamente y por lo menos con cierta profundidad; es decir, un artículo periodístico, por ejemplo, tiene que llamar al lector a ser más persona. Los periódicos y los demás medios se limitan a ofrecer noticias que responden a zonas marginales de la vida, a relaciones políticas, del hombre con el estado, de economía o de política internacional y, sobre todo de la llamada “crónica negra”, que se ha apoderado de las primeras páginas de las noticias y que, en la vida de cada cual, habría que preguntarse qué espacio realmente ocupa. La vida concreta vive, en las noticias, una vida artificial, enajenante, iliberal y, en cuanto a la información política, me atrevería a decir, siguiendo una idea de Julián Marías, sometida a una sutil forma de totalitarismo, pues se pretende desde los medios de información que todo tenga relevancia política y nada más.
Los periódicos no deben, no pueden, permitirse tener en sus hojas crónicas políticas polémicas, avinagradas, escritas con pésimo estilo literario y poca elegancia, que responden a intereses de grupo y no al bien de la persona. El periodista debería abrirse a observar todas las dimensiones de la vida, y desde un nivel intelectual digno, buscando lo que es a su vez digno de información según el criterio que acabo de esbozar. Este sería el modo en que se debería realmente entender en la democracia el respeto a la vida, concepto, este también, que no suele utilizarse con todas sus consecuencias. Hay, además, que buscar la información; y no con viajes peligrosísimos, normalmente innecesarios, que llevan a acciones exaltadas, incluso a guerras, donde es previsible que ocurra lo peor —hasta que luego ocurre y, entonces, se buscan culpables...—, sino mediante la riqueza y el conocimiento de la vida misma, que tiene que saber aportar un conocimiento cuya verdad interese la vida a fondo, y procure así ofrecer la libertad para que esta se ennoblezca. Esto debería plantear a quien aprecia de verdad la democracia, el verdadero valor del periodista, que en vez de proyectar con una especie de “fuego amigo” cantidad de informaciones al lector, debería preocuparse por ellas, descubrir su importancia en la propia vida y, quizá, luego, prescindiría de bastantes de ellas.
Pero, todo esto, naturalmente, remite en el fondo al problema mismo de la persona, que solo cuando aspira a serlo más en todas sus dimensiones puede ser instrumento de verdad, y contagiarla.
Finalmente, hay que concluir con un último aspecto que descubre por qué el funcionamiento iliberal de la democracia ha llegado a tener carácter de instalación, de estado, que parece permanente, infranqueable. Julián Marías hablaba de “rencor contra la excelencia”; fenómeno que, yo creo, se entiende por la dificultad que tiene el hombre de perdonarse su estado de error y, aún más, el que se ha prolongado durante mucho tiempo y que duele enormemente reconocer y redimir. Si esto ya es difícil, y todavía más en una sociedad que vive cada vez con menos profundidad la vivencia cristiana, llega a serlo todavía más cuando hay grupos organizados que se dedican a que la mediocridad no sea un problema. Hay, en efecto, grupos que adulan la mediocridad hasta incluso promocionar su complacencia. Saber ver quiénes son estas figuras públicas y defenderse frente a sus adulaciones es otra tarea que permitiría al hombre democrático reencontrarse con su libertad. Para que se entienda mejor aquello a lo que me refiero, voy a repetir unas líneas de la introducción a mi libro Libertad y Método (2005, Fundación Universitaria Española), en que veía que incluso para el camino del filósofo los aduladores de la mediocridad son un peligro constante: a la tentación sofista “le puede suceder una todavía más grave, algo que no tiene un nombre preciso pero que se ha dado y se está dando hoy en día con sorprendente intensidad. Podríamos llamarlo el prestigio de la mediocridad, y a sus adeptos, los aduladores. La actitud sofista de rechazo, de desconfianza o simplemente de interesado desinterés hacia la verdad, puede complementarse peligrosamente con una actitud corruptora, intensificadora de las tentaciones. El filósofo verá, entonces, desconcertado, el abrumador poder de quien en lugar de enseñar el difícil y penoso camino de la verdad, declarará la virtud de los vicios, convencerá de la verdad de los errores, adulará la mediocridad de las masas proclamándola como una virtud y, finalmente, se encumbrará como su libertadora. El adulador negará que la humanidad pretenda llegar a una verdad, no reconocerá el esfuerzo de cada individuo para alcanzarla, le despojará de su sentido dramático, de su carácter sagrado. Admitirá que hay muchas verdades, pero negará toda jerarquía entre ellas; dirá que tiene el mismo valor lo que se ve desde cada una, excepto, naturalmente, desde esa, precisamente, desde la que él habla. Las personas, entonces, se sentirán ¨liberadas¨ del peso de la verdad, de la responsabilidad que implica vivir para ella y no soportarán a quien le recuerda el camino extraviado; cada una sentirá el derecho de reivindicar lo que quiera, cuyo valor será el ruido mismo de su reivindicación. Esta última, probablemente, es la mayor tentación de nuestra época. Porque, a mi entender, lo que se ha ido gestando desde mediados del siglo pasado es un verdadero cambio de época en el que se ha producido la quiebra de ciertas creencias fundamentales de Occidente. Pero éste no es el tema del aquí trataremos”. He intentado, en cambio, tratarlo mucho más en este artículo y, siguiendo el lema de Julián Marías —“por mí que no quede”—, he pensado hacer un resumen y mandarlo a los periódicos. El lector, entonces, podría hacerse esta pregunta reveladora para comprobar el estado de su libertad: ¿les interesará publicarlo?
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