El Profesor Velarde escribe unos artículos fantásticos de economía y política económica. Ya que en 2005 se cumple el V centenario de la publicación del Quijote, transcribo este artículo aparecido hoy en ABC.
En la primera versión de mi ensayo «Sobre la decadencia económica de España», en 1951, bauticé con el nombre de «fenómeno Don Quijote» a lo que entonces era uno de los ingredientes fundamentales de la tragedia española. Consideraba yo que España, en el momento de su culminación política, había decidido implantar en el mundo la divisa famosa de «un Monarca, un Imperio, una Espada». Al procurarlo en plena Reforma e intentando que fuese al servicio de un orden católico universal, para ponerlo en acción con gran limitación de medios económicos, se originó lo que pasé a denominar «fenómeno Don Quijote». Como yo por entonces había leído a fondo «Naturaleza y significación de la ciencia económica» de Lionel Robbins, y la «Teoría de la Política Social» de Torres, consideré que por «fenómeno Don Quijote» debía entenderse una falta de adecuación de los medios con los fines. Tenía yo bien presente, atraído precisamente por Giménez Caballero y su «Genio de España», la Guerra de los Treinta Años y la Paz de Westfalia, y por qué España se había visto obligada a negociarla precisamente cuando el Cardenal Infante, don Fernando de Austria, disponía de un poderoso y curtido ejército, capaz de decantar a favor de los Habsburgo aquella contienda, y además tenía en sus filas a unos generales excelentes. La causa esencial fue que no era posible que llegasen los fondos precisos para avituallarlo con normalidad. Sin eso no era capaz el Cardenal Infante de hacer moverse a aquella masa combatiente. El designio universalista, consideraba yo que había enfrentado a los españoles con poderosos enemigos, con lo que se había acelerado la decadencia económica de nuestro país. En esta clave los economistas nunca dejaremos de dar las gracias al gran historiador de nuestra economía, Ramón Carande, que expone esto luminosamente en su trilogía «Carlos V y sus banqueros».Añadía yo además, para completar ese «fenómeno Don Quijote» que, conforme se había ido abandonando la aventura imperial, se había ido adueñando de los espíritus españoles una idea diferente: la de imitar modelos ajenos de política económica. Recordemos el colbertismo impulsado por los ilustrados en el siglo XVIII. Más adelante, la copia de la política económica alemana derivada de List, de Wagner y de Schmoller, durante la Regencia de María Cristina de Habsburgo, y así sucesivamente, para lograr que se observase, a renglón seguido, un bienestar análogo al francés, o al alemán. Al no tener en cuenta cómo grupos concretos lograban vincularse a esos modelos y, cómo automáticamente, conseguían trastornarlos y hacerlos inviables, surgía de nuevo y de modo implacable el «fenómeno Don Quijote». Desfacer los entuertos de nuestra economía no podía, pues, hacerse con medios simplistas.Como telón de fondo permanece ahora mismo para mi una cuestión muy actual: ¿dónde y cómo se puede presentar en estos momentos el «fenómeno Don Quijote» en nuestra economía? Muy probablemente esto surge derivado de intentos relacionados con el Estado de bienestar. Evidentemente es un problema muy amplio, que sobrepasa nuestras fronteras. Ahora habría que decir que es Europa la que experimenta un «fenómeno Don Quijote», precisamente por haber considerado como uno de sus orgullos una ampliación continua de una política social europea que parecía tener por lema, aquello que críticamente señaló Lindbeck: «Siempre más, nunca bastante». El triángulo que, respecto a Europa mostró con especial clarividencia Eugenio Domingo Solans está constituido por la estabilidad macroeconómica -Tratado de Estabilidad y Crecimiento del que Martin Feldstein acaba de decir cosas muy importantes en un documento de trabajo del National Bureau of Economic Research-; incremento de la eficacia técnica y productiva -Acuerdo de Lisboa-; finalmente, equilibrio social, vinculado al acuerdo del Consejo de Europa que señalaba que el Estado de Bienestar era uno de los activos que señalaban dónde se encontraba la esencia de Europa. Pero un triángulo existe sólo cuando ningún lado es mayor que la suma de los otros dos, y los excesos hechos en la ampliación del Estado de Bienestar y los defectos en los otros dos componentes del triángulo llaman la atención, en Europa, y en muchos sentidos también en España. En mi ensayo «Cuando el sol se pone. Problemas económicos en torno al Estado del bienestar», en el volumen «El Estado del bienestar» que contenía a más de mi ensayo otro de Alejandro Cercas (Acento Editorial, 1999), recordaba un diagnóstico de la Comisión de la CEE publicada en «Droit Social», en el nº 2 de 1983, bajo el título de «Problemas de la Seguridad Social. Elementos de reflexión» y que rezaba así: «En toda Europa, durante los largos años de crisis económica, la Seguridad Social ha perdido en racionalidad lo que ha ganado en oportunidad».Agrego un argumento de autoridad. El profesor Sala i Martín, en unas agudas declaraciones aparecidas en «Capital», julio 2004, indicaba: «Estados Unidos gana en todas las peleas históricas: gana la carrera tecnológica, la carrera militar, la carrera del poder, la carrera económica, hasta la carrera cultural. La cultura hoy es norteamericana. La única cosa en que no nos ha derrotado aun, y en la que nosotros podemos estar orgullosos, es en el Estado de Bienestar. Tenemos hospitales y escuelas gratis... pagados a través de impuestos y no a través de precios. El problema es que eso es insostenible. Por lo tanto -continúa Sala i Martín-, pronto va a venir la derrota en ese campo, porque no vamos a poder pagar este gran Estado de Bienestar». La bomba de relojería que se acumula es amenazadora, y la tentación de resolver la cuestión con gasto público acaba complicándolo todo en Europa. Pero ¡ay del que pretenda, en serio, alterar esta estructura!Este triunfo sobre la racionalidad es típico de Don Quijote. Rocinante cabalga de Suecia a Italia, de Francia a Alemania, y el pobre Andresillo, o sea, el pobre jubilado, no sabe si agradecer esa acción irracional o solicitar que desaparezca. Merece la pena reflexionar sobre ello.
En la primera versión de mi ensayo «Sobre la decadencia económica de España», en 1951, bauticé con el nombre de «fenómeno Don Quijote» a lo que entonces era uno de los ingredientes fundamentales de la tragedia española. Consideraba yo que España, en el momento de su culminación política, había decidido implantar en el mundo la divisa famosa de «un Monarca, un Imperio, una Espada». Al procurarlo en plena Reforma e intentando que fuese al servicio de un orden católico universal, para ponerlo en acción con gran limitación de medios económicos, se originó lo que pasé a denominar «fenómeno Don Quijote». Como yo por entonces había leído a fondo «Naturaleza y significación de la ciencia económica» de Lionel Robbins, y la «Teoría de la Política Social» de Torres, consideré que por «fenómeno Don Quijote» debía entenderse una falta de adecuación de los medios con los fines. Tenía yo bien presente, atraído precisamente por Giménez Caballero y su «Genio de España», la Guerra de los Treinta Años y la Paz de Westfalia, y por qué España se había visto obligada a negociarla precisamente cuando el Cardenal Infante, don Fernando de Austria, disponía de un poderoso y curtido ejército, capaz de decantar a favor de los Habsburgo aquella contienda, y además tenía en sus filas a unos generales excelentes. La causa esencial fue que no era posible que llegasen los fondos precisos para avituallarlo con normalidad. Sin eso no era capaz el Cardenal Infante de hacer moverse a aquella masa combatiente. El designio universalista, consideraba yo que había enfrentado a los españoles con poderosos enemigos, con lo que se había acelerado la decadencia económica de nuestro país. En esta clave los economistas nunca dejaremos de dar las gracias al gran historiador de nuestra economía, Ramón Carande, que expone esto luminosamente en su trilogía «Carlos V y sus banqueros».Añadía yo además, para completar ese «fenómeno Don Quijote» que, conforme se había ido abandonando la aventura imperial, se había ido adueñando de los espíritus españoles una idea diferente: la de imitar modelos ajenos de política económica. Recordemos el colbertismo impulsado por los ilustrados en el siglo XVIII. Más adelante, la copia de la política económica alemana derivada de List, de Wagner y de Schmoller, durante la Regencia de María Cristina de Habsburgo, y así sucesivamente, para lograr que se observase, a renglón seguido, un bienestar análogo al francés, o al alemán. Al no tener en cuenta cómo grupos concretos lograban vincularse a esos modelos y, cómo automáticamente, conseguían trastornarlos y hacerlos inviables, surgía de nuevo y de modo implacable el «fenómeno Don Quijote». Desfacer los entuertos de nuestra economía no podía, pues, hacerse con medios simplistas.Como telón de fondo permanece ahora mismo para mi una cuestión muy actual: ¿dónde y cómo se puede presentar en estos momentos el «fenómeno Don Quijote» en nuestra economía? Muy probablemente esto surge derivado de intentos relacionados con el Estado de bienestar. Evidentemente es un problema muy amplio, que sobrepasa nuestras fronteras. Ahora habría que decir que es Europa la que experimenta un «fenómeno Don Quijote», precisamente por haber considerado como uno de sus orgullos una ampliación continua de una política social europea que parecía tener por lema, aquello que críticamente señaló Lindbeck: «Siempre más, nunca bastante». El triángulo que, respecto a Europa mostró con especial clarividencia Eugenio Domingo Solans está constituido por la estabilidad macroeconómica -Tratado de Estabilidad y Crecimiento del que Martin Feldstein acaba de decir cosas muy importantes en un documento de trabajo del National Bureau of Economic Research-; incremento de la eficacia técnica y productiva -Acuerdo de Lisboa-; finalmente, equilibrio social, vinculado al acuerdo del Consejo de Europa que señalaba que el Estado de Bienestar era uno de los activos que señalaban dónde se encontraba la esencia de Europa. Pero un triángulo existe sólo cuando ningún lado es mayor que la suma de los otros dos, y los excesos hechos en la ampliación del Estado de Bienestar y los defectos en los otros dos componentes del triángulo llaman la atención, en Europa, y en muchos sentidos también en España. En mi ensayo «Cuando el sol se pone. Problemas económicos en torno al Estado del bienestar», en el volumen «El Estado del bienestar» que contenía a más de mi ensayo otro de Alejandro Cercas (Acento Editorial, 1999), recordaba un diagnóstico de la Comisión de la CEE publicada en «Droit Social», en el nº 2 de 1983, bajo el título de «Problemas de la Seguridad Social. Elementos de reflexión» y que rezaba así: «En toda Europa, durante los largos años de crisis económica, la Seguridad Social ha perdido en racionalidad lo que ha ganado en oportunidad».Agrego un argumento de autoridad. El profesor Sala i Martín, en unas agudas declaraciones aparecidas en «Capital», julio 2004, indicaba: «Estados Unidos gana en todas las peleas históricas: gana la carrera tecnológica, la carrera militar, la carrera del poder, la carrera económica, hasta la carrera cultural. La cultura hoy es norteamericana. La única cosa en que no nos ha derrotado aun, y en la que nosotros podemos estar orgullosos, es en el Estado de Bienestar. Tenemos hospitales y escuelas gratis... pagados a través de impuestos y no a través de precios. El problema es que eso es insostenible. Por lo tanto -continúa Sala i Martín-, pronto va a venir la derrota en ese campo, porque no vamos a poder pagar este gran Estado de Bienestar». La bomba de relojería que se acumula es amenazadora, y la tentación de resolver la cuestión con gasto público acaba complicándolo todo en Europa. Pero ¡ay del que pretenda, en serio, alterar esta estructura!Este triunfo sobre la racionalidad es típico de Don Quijote. Rocinante cabalga de Suecia a Italia, de Francia a Alemania, y el pobre Andresillo, o sea, el pobre jubilado, no sabe si agradecer esa acción irracional o solicitar que desaparezca. Merece la pena reflexionar sobre ello.
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